Haber ido ayer al Campín fue irresponsable. Con mi esposa, que estaba conmigo porque compartimos la misma pasión por Atlético Nacional. Con mis hijos pequeños, que estaban en casa viendo el partido. En mi defensa debo decir que no imaginé que ayer corríamos un riesgo mayor que cuando habíamos ido con la camiseta verde. Pero la más importante: que el amor tiene mucho de irracionalidad.
Si la indicación de las autoridades era no identificarse como hincha verde, era de sentido común no hacerlo. Lo hicimos. Cambié hasta el fondo del iPhone, para no delatarme. Una vez en Occidental general, muy temprano, nos sentamos tranquilamente a esperar el juego. Mientras que en el partido de ida en Medellín hubo un show desde tres horas antes del partido, acá, a eso de las cinco de la tarde, comenzó un divertimento colectivo absurdo y mezquino: señalar a quienes por su cara o su acento eran “paisas”, y así, al chiflarlos e insultarlos, obligarlos a salir del Estadio. Un caso de estudio del extremo al que es capaz de llegar el hombre-masa.
Realmente, sólo pudimos estar 30 minutos sentados, porque, por alguna razón, se fijaron en nosotros (todavía me pregunto cuáles serán las características faciales de los “paisas”). En efecto, 5 minutos después nos estaban chiflando, insultando, y teníamos a dos agentes de la policía frente a nosotros.
Tranquilamente, les expliqué que no nos saldríamos porque teníamos derecho a estar allí: teníamos nuestras contraseñas, no nos habíamos identificado como hinchas de Nacional -mal podría hacerlo un suéter azul o una chaqueta morada-, y además, le recordé que el deber de ellos era controlar el orden público y nosotros no lo estábamos alterando. El agente me miró, y con una decencia que agradecí interiormente, me dijo: “acompáñeme que yo le ayudo a resolver el problema. Confíe en mí”.
Junto a un amigo verdolaga bogotano con el que habíamos ido, a quien ponerse una camiseta roja no lo eximió de salir abucheado del mismo modo, nos levantamos, y salimos en medio de silbatinas, y de esquivar a una mujer que casi golpea a mi esposa. Entre tanto, yo miraba hacia abajo para evitar que cualquier mirada se interpretara como una provocación. Ahora pienso que es el mismo gesto que asumen los delincuentes cuando los ponen ante las cámaras de televisión. Podría poner acá los vídeos que grabé en el momento, una reacción instintiva acaso movida por la esperanza de que quienes nos insultaban se dieran cuenta que lo suyo era absurdo y mezquino. Pero no lo haré. Me da vergüenza ajena.
Al salir de las gradas, la sorpresa fue encontrarnos con unas diez personas a las que les había pasado algo similar. No está demás decir que ninguno de ellos tenía ni por asomo pinta de barra brava. Para más señas, varios llevaban vestido formal. Uno de ellos, casi tan desconsolado como mi esposa, me dice, con inconfudible acento costeño: “¡me gritaron paisa hijue...!”. Su compañero era santandereano.
La solución del buen agente fue: “compren un impermeable rojo y vuelven a entrar al otro lado de la tribuna. Yo los ubico”, nos dijo. Mi esposa, afectada emocionalmente por la situación me dijo que no lo haría, que nos fuéramos.
Unos minutos después, cuando salían de las gradas dos “paisas” con impermeables rojos le dije al policía: “¿si ve que ésa no es la solución?”. “Pero es que ya los identificaron”, me dijo. “Llevo 5 años viviendo en Bogotá, Teniente. Si aún se me nota que soy paisa, no puedo hacer nada”. “Es verdad. Imagínese que han sacado hasta hinchas de Santa Fe porque no tenían la camiseta”, me confesó.
Los minutos pasaban, esperando una solución diferente a salir del Estadio como si hubiésemos hecho algo ilegal, y además, no perder los casi 500.000 pesos que habían costado las dos boletas.
Fue allí cuando un par de funcionarios de la Alcaldía -uno de ellos paisa, curiosamente-, caídos del cielo -estoy seguro-, por esas cosas que tiene la providencia de no desampararte cuando más la necesitás, nos dijeron: “vengan por acá, que los vamos a llevar a un lugar en el que van a estar protegidos”.
Los seguimos. Habló con tres personas que custodiaban varias puertas. No enseñamos contraseña alguna, y llegamos a un lugar que, en esas circunstancias, parecía clandestino: un pequeño rincón de la tribuna occidental alta en la que verían el partido los jugadores que no estaban habilitados para jugar (Elkin Calle, Juan David Valencia, Alejandro Bernal, Cristian Bonilla, Sebastián Pérez) con sus familiares y amigos. En total, no fuimos más de 200 personas.
Ver el partido en un ambiente seguro, con la camaradería que inspira ser hinchas del mismo equipo, y estar entre gente decente (no escuché un solo insulto hacia los hinchas de SantaFe, y hasta el ‘Ole’ parecía estar tácitamente prohibido), fue un elixir. Ver al equipo de mis amores salir campeón (para mi esposa fue la primera vez) como una minoría clandestina, un sueño hecho realidad. Una alegría que me llevaré en el corazón hasta la muerte.
¿Por qué decidí escribir esta anécdota, tan personal? Porque a pesar de la alegría que me embarga por el privilegio de haber visto salir campeón a Nacional una vez más, pero por primera vez fuera de Medellín, me conmovió comprobar tan de cerca que nuestra sociedad está enferma. Enferma porque busca razones para odiar, para discriminar, para dañar al otro simplemente porque no es como yo.
Mientras nos gritaban cosas que no vale la pena reproducir, me preguntaba si alguno de los que lo hacían no pensaba que en el lugar de nosotros podría estar su hermano, su padre, o su madre. Ponerse en el lugar del otro sería una razón más que suficiente para actuar decentemente en un lugar público.
Decencia que a un señor mayor, hincha cardenal, le sobraba: discretamente se acercó a mi esposa y le dijo “de verdad, lo siento mucho”. Y a la novia de un muchacho, le oímos decir en la tribuna: “¿por qué los insultas si no te han hecho nada?”.
Algunos me dirán que fue culpa mía. Vuelvo a reconocer mi imprudencia. Y al leer los testimonios de hinchas que los agredieron físicamente, veo que lo nuestro pudo ser peor. Otros, con filosofía barrial dirán que en Medellín le hicieron lo mismo a los hinchas cardenales. De hecho, un funcionario de la Alcaldía me explicó que tomaron la medida porque en Medellín la Alcaldía había emitido una resolución con una prohibición semejante. Todos ellos deberían saber que en Occidente no rige la ley del talión. Pero, en gracia de discusión: ¿la medida de expulsar a los hinchas de Nacional evitó la violencia? Creo que hizo precisamente todo lo contrario.
Cualquiera se indignaría si en un bar pusieran un anuncio en su puerta que dijera “no se aceptan negros”, que en una iglesia un cartel similar dijera “no pueden entrar homosexuales”, o que un restaurante anunciara que “no se atienden discapacitados”. ¿Por qué entonces a nadie le pareció absurdo que se diga, como lo anunció el Director de Comunicaciones de SantaFe que: “las personas que sean identificadas como hinchas de Nacional serán retirados del Estadio sin derecho a devolución”?
Los vándalos triunfaron. No sólo porque, pensando en alejarlos a ellos de los estadios se toman medidas contraproducentes como éstas, sino porque su precaria mentalidad impera en las demás tribunas de nuestros Estadios.
Los escenarios públicos, por definición, y más aún los deportivos, son una escuela de tolerancia y civismo. Pero en este país, en el que en el pasado se fomentó el odio hacia un color partidista, hoy se fomenta hacia una camiseta. Y ayer, más específicamente, se fomentó el odio a un acento.
Si la indicación de las autoridades era no identificarse como hincha verde, era de sentido común no hacerlo. Lo hicimos. Cambié hasta el fondo del iPhone, para no delatarme. Una vez en Occidental general, muy temprano, nos sentamos tranquilamente a esperar el juego. Mientras que en el partido de ida en Medellín hubo un show desde tres horas antes del partido, acá, a eso de las cinco de la tarde, comenzó un divertimento colectivo absurdo y mezquino: señalar a quienes por su cara o su acento eran “paisas”, y así, al chiflarlos e insultarlos, obligarlos a salir del Estadio. Un caso de estudio del extremo al que es capaz de llegar el hombre-masa.
Realmente, sólo pudimos estar 30 minutos sentados, porque, por alguna razón, se fijaron en nosotros (todavía me pregunto cuáles serán las características faciales de los “paisas”). En efecto, 5 minutos después nos estaban chiflando, insultando, y teníamos a dos agentes de la policía frente a nosotros.
Tranquilamente, les expliqué que no nos saldríamos porque teníamos derecho a estar allí: teníamos nuestras contraseñas, no nos habíamos identificado como hinchas de Nacional -mal podría hacerlo un suéter azul o una chaqueta morada-, y además, le recordé que el deber de ellos era controlar el orden público y nosotros no lo estábamos alterando. El agente me miró, y con una decencia que agradecí interiormente, me dijo: “acompáñeme que yo le ayudo a resolver el problema. Confíe en mí”.
Junto a un amigo verdolaga bogotano con el que habíamos ido, a quien ponerse una camiseta roja no lo eximió de salir abucheado del mismo modo, nos levantamos, y salimos en medio de silbatinas, y de esquivar a una mujer que casi golpea a mi esposa. Entre tanto, yo miraba hacia abajo para evitar que cualquier mirada se interpretara como una provocación. Ahora pienso que es el mismo gesto que asumen los delincuentes cuando los ponen ante las cámaras de televisión. Podría poner acá los vídeos que grabé en el momento, una reacción instintiva acaso movida por la esperanza de que quienes nos insultaban se dieran cuenta que lo suyo era absurdo y mezquino. Pero no lo haré. Me da vergüenza ajena.
Al salir de las gradas, la sorpresa fue encontrarnos con unas diez personas a las que les había pasado algo similar. No está demás decir que ninguno de ellos tenía ni por asomo pinta de barra brava. Para más señas, varios llevaban vestido formal. Uno de ellos, casi tan desconsolado como mi esposa, me dice, con inconfudible acento costeño: “¡me gritaron paisa hijue...!”. Su compañero era santandereano.
La solución del buen agente fue: “compren un impermeable rojo y vuelven a entrar al otro lado de la tribuna. Yo los ubico”, nos dijo. Mi esposa, afectada emocionalmente por la situación me dijo que no lo haría, que nos fuéramos.
Unos minutos después, cuando salían de las gradas dos “paisas” con impermeables rojos le dije al policía: “¿si ve que ésa no es la solución?”. “Pero es que ya los identificaron”, me dijo. “Llevo 5 años viviendo en Bogotá, Teniente. Si aún se me nota que soy paisa, no puedo hacer nada”. “Es verdad. Imagínese que han sacado hasta hinchas de Santa Fe porque no tenían la camiseta”, me confesó.
Los minutos pasaban, esperando una solución diferente a salir del Estadio como si hubiésemos hecho algo ilegal, y además, no perder los casi 500.000 pesos que habían costado las dos boletas.
Fue allí cuando un par de funcionarios de la Alcaldía -uno de ellos paisa, curiosamente-, caídos del cielo -estoy seguro-, por esas cosas que tiene la providencia de no desampararte cuando más la necesitás, nos dijeron: “vengan por acá, que los vamos a llevar a un lugar en el que van a estar protegidos”.
Los seguimos. Habló con tres personas que custodiaban varias puertas. No enseñamos contraseña alguna, y llegamos a un lugar que, en esas circunstancias, parecía clandestino: un pequeño rincón de la tribuna occidental alta en la que verían el partido los jugadores que no estaban habilitados para jugar (Elkin Calle, Juan David Valencia, Alejandro Bernal, Cristian Bonilla, Sebastián Pérez) con sus familiares y amigos. En total, no fuimos más de 200 personas.
Ver el partido en un ambiente seguro, con la camaradería que inspira ser hinchas del mismo equipo, y estar entre gente decente (no escuché un solo insulto hacia los hinchas de SantaFe, y hasta el ‘Ole’ parecía estar tácitamente prohibido), fue un elixir. Ver al equipo de mis amores salir campeón (para mi esposa fue la primera vez) como una minoría clandestina, un sueño hecho realidad. Una alegría que me llevaré en el corazón hasta la muerte.
¿Por qué decidí escribir esta anécdota, tan personal? Porque a pesar de la alegría que me embarga por el privilegio de haber visto salir campeón a Nacional una vez más, pero por primera vez fuera de Medellín, me conmovió comprobar tan de cerca que nuestra sociedad está enferma. Enferma porque busca razones para odiar, para discriminar, para dañar al otro simplemente porque no es como yo.
Mientras nos gritaban cosas que no vale la pena reproducir, me preguntaba si alguno de los que lo hacían no pensaba que en el lugar de nosotros podría estar su hermano, su padre, o su madre. Ponerse en el lugar del otro sería una razón más que suficiente para actuar decentemente en un lugar público.
Decencia que a un señor mayor, hincha cardenal, le sobraba: discretamente se acercó a mi esposa y le dijo “de verdad, lo siento mucho”. Y a la novia de un muchacho, le oímos decir en la tribuna: “¿por qué los insultas si no te han hecho nada?”.
Algunos me dirán que fue culpa mía. Vuelvo a reconocer mi imprudencia. Y al leer los testimonios de hinchas que los agredieron físicamente, veo que lo nuestro pudo ser peor. Otros, con filosofía barrial dirán que en Medellín le hicieron lo mismo a los hinchas cardenales. De hecho, un funcionario de la Alcaldía me explicó que tomaron la medida porque en Medellín la Alcaldía había emitido una resolución con una prohibición semejante. Todos ellos deberían saber que en Occidente no rige la ley del talión. Pero, en gracia de discusión: ¿la medida de expulsar a los hinchas de Nacional evitó la violencia? Creo que hizo precisamente todo lo contrario.
Cualquiera se indignaría si en un bar pusieran un anuncio en su puerta que dijera “no se aceptan negros”, que en una iglesia un cartel similar dijera “no pueden entrar homosexuales”, o que un restaurante anunciara que “no se atienden discapacitados”. ¿Por qué entonces a nadie le pareció absurdo que se diga, como lo anunció el Director de Comunicaciones de SantaFe que: “las personas que sean identificadas como hinchas de Nacional serán retirados del Estadio sin derecho a devolución”?
Los vándalos triunfaron. No sólo porque, pensando en alejarlos a ellos de los estadios se toman medidas contraproducentes como éstas, sino porque su precaria mentalidad impera en las demás tribunas de nuestros Estadios.
Los escenarios públicos, por definición, y más aún los deportivos, son una escuela de tolerancia y civismo. Pero en este país, en el que en el pasado se fomentó el odio hacia un color partidista, hoy se fomenta hacia una camiseta. Y ayer, más específicamente, se fomentó el odio a un acento.
Tomado con autorización desde: http://ivangarzonvallejo.blogspot.com/2013/07/el-delito-de-tener-acento-paisa-en-el.html